Cecilio Palencia
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Nací un cinco de febrero del mil novecientos cincuenta y cinco, en Madrid. Desde muy temprana edad me interesó todo lo relacionado con el arte y desde muy pequeño comencé a dibujar y a pintar; leía las biografías de los grandes pintores, escultores y arquitectos. Un día, mi padre me presentó a un amigo suyo, suizo de nacionalidad y judío de religión, que, al contarle mi interés por el mundo del arte, me preguntó - ¿has considerado la fotografía desde el punto de vista artístico? - ¡pardiez!, hubiese dicho de vivir en la época de Cervantes - ¡naturalmente que no! - contesté, y defendí muy ufano, con ese valor que da la ignorancia y el exceso de juventud, las razones de no usar un género tan… vulgar… falto de creatividad… tan maquinista… y varias idioteces más. Sin embargo, ese hombre, en vez de tratarme como merecía, un niñato quinceañero estúpido, se levantó y de su cartera extrajo un libro, de formato grande y no excesivamente grueso, el cual me regaló, y sorprendido, al abrirlo, comprobé que las fotos que mostraba no era nada que hubiese visto antes: mujeres medio desnudas, desenfocadas, movidas, todo en blanco y negro, y con mucho grano. Ese día algo se me debió revolver en el interior, aunque no lo supe hasta algunos años más tarde. Nunca volví a ver a ese hombre, pero su recuerdo lo mantengo, a pesar de los muchos años trascurridos.

No recuerdo bien cuando comenzó todo, pero mientras hacía mis primeros cursos de arquitectura, y entre selectividades, me surgió la necesidad de fotografiar. Descubrí la magia del laboratorio, la del alquimista, convirtiendo la luz en tonos sobre un papel, la imagen de plata… así que, por el 76, decidí apuntarme a lo que era una reciente escuela llamada Photocentro y allí conocí a Carlos Villasante, mi maestro. Hice algunas exposiciones conjuntas, en la galería del centro, de algún pub y, lo más importante, publicaron mi trabajo en Nueva Lente, revista obligada de los nuevos creadores fotográficos; incluso terminé siendo auxiliar en las clases de laboratorio, en resumen, no podía pedir más… salvo aprobar la asignatura que me quedaba para pasar a tercero de carrera.

Y eso llegó pronto, y a la vez, con el tiempo, la difícil tesitura de elegir entre continuar con la ilusión de toda mi vida, ser arquitecto, o seguir con la fotografía… Y la fotografía fue diluyéndose de mi vida, desapareciendo entre cartabones, tableros, libros… y cuando, en el 81, me convertí en arquitecto, la desaparición del incipiente fotógrafo no era más que un daño colateral, entre otros muchos, de la decisión tomada.

Muchos años después, a finales del 2009, harto un poco de todo, empezó a bullir la idea de volver al manejo de la luz, aquello que una vez me maravilló. Así que compre una nueva cámara, leí todo lo que pude sobre el tema, observé que había cambiado un poca la técnica, el laboratorio seguía igual, salvo que ahora en vez de productos químicos se usaban bits, y poco más. En resumen, que la fotografía seguía siendo lo que nuestro Henri Cartier-Bresson decía: "Fotografiar es poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo punto de mira", ¡no había cambiado nada!. Y fue al mirar atrás, cuando me di cuenta que no conservaba ni un negativo, ni una foto, ni siquiera aquel número de la revista de mi alma, y lo peor, no conservaba aquel maravilloso libro que le regaló un generoso judío a un pequeño impertinente…

Así que he vuelto al principio, sólo que ahora vivo en Málaga, mis maestros se llaman Michelo Toro, Nacho Gabrieli, Pablo, los clásicos… Y una de las cosas que más odio es que me pregunten si hago fotografía digital o analógica… ¡hago fotografía!... punto.